Esta historia describe los cambios que vive una mujer al convertirse en madre. Son las palabras que una mamá le dirige a su hija que quiere embarazarse.

Estamos almorzando y, de repente, mi hija muy casualmente menciona que ella y su esposo están pensando en “formar una familia”.  “Estamos haciendo un sondeo”, dice medio en broma. “¿Crees que debería tener un bebé?”, me pregunta.

“Va a cambiar tu vida”, le digo con mucho cuidado, manteniendo un tono neutral.

“Lo sé”, dice ella, “adiós sueño y adiós fines de semana, adiós vacaciones espontáneas”.

Pero yo no me refiero a eso. La miro a los ojos, tratando de elegir a la perfección mis palabras. Quiero que sepa lo que nunca se aprende en las clases de parto.

Quiero explicarle que las heridas físicas se curan, pero convertirse en madre te deja una herida emocional tan cruda que siempre te hará vulnerable.

Pienso advertirle que nunca volverá a leer el periódico de la misma manera, sin preguntarse: “¿y si le hubiera pasado eso a MI hijo?” Que cada avionazo, cada incendio la van a perseguir.

Que cada vez que vea las fotos de un niño muriéndose de hambre se preguntará si hay algo peor que ver a tu hijo morir.

Miro cuidadosamente sus uñas con manicure, con mucho estilo, y pienso que no importa cuán sofisticada sea ahora, convertirse en madre la regresará al nivel primitivo de una mamá oso que protege a su cachorro. Que al escuchar el grito de “¡mamá!”, no le importará tirar el soufflé o su mejor cristalería con tal de acudir en su ayuda.

Siento que debería  advertirle que no importa cuántos años haya invertido en su carrera, pasará a un segundo plano. Podrá arreglárselas con una guardería, pero un día irá a una junta de negocios importante y sólo pensará en el dulce olor de su bebé. Tendrá que quemar cada gramo de disciplina para correr de vuelta a casa lo más temprano posible, solo para corroborar que el bebé está bien.

Quiero que mi hija sepa que cada decisión del día a día no será más una rutina. Que el deseo de un peque de cinco años de ir al baño de hombres en un McDonalds, en vez de ir al baño de mujeres, se puede convertir en el mayor de los dilemas. Que ahí mismo, en medio del ruido de bandejas y los gritos de los otros niños, los temas de independencia e identidad de género serán aplastados ante la perspectiva de que un abusador de menores pueda estar al acecho en el baño.

Miro lo guapa que es mi hija y quiero asegurarle que eventualmente bajará los kilos que gane con el embarazo, pero nunca se sentirá igual acerca de sí misma.

Que su vida, ahora tan importante, tendrá menos valor para ella una vez que nazca su hijo. Que querrá dar su vida sin pensarlo por salvar sus hijos, pero que también empezará a desear más años, no para cumplir sus propios sueños, sino para ver a sus hijos lograr los suyos.

Quiero que sepa que la cicatriz de la cesárea y las estrías se convertirán en medallas de honor.

La relación de mi hija con su esposo cambiará, pero no en la manera que ella piensa.

Deseo que entienda cuánto puedes amar a un hombre que es cuidadoso al ponerle talco a un bebé o que nunca duda al jugar con él.

Creo que debería saber que se enamorará una y otra vez de él, por razones que ahora encontraría nada románticas.

Deseo que mi hija perciba ahora el lazo que sentirá con las mujeres que a través de la historia han luchado para detener las guerras, los prejuicios y los conductores borrachos.

Quiero describirle a mi hija el regocijo de ver a tu hijo aprender a conducir bicicleta.

Quiero capturar para ella las carcajadas de un bebé que está tocando la suave piel de un gato o un perro por primera vez.

La mirada burlona de mi hija hace que me de cuenta de que he comenzado a llorar. “Nunca te arrepentirás”, es lo último que le digo.

Entonces me acerco a ella, le aprieto la mano y oro silenciosamente por ella, y por mí, y por todas las mujeres mortales que tropezaron en su camino, hacia la más maravillosa de las decisiones.

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